Las palabras que no son palabras; los abrazos que cuentan historias sin palabras; los besos que conjugan verbos desenfrenados y pasiones indescifrables. Eso es lo que me conmueve.
Nosotros que jugamos con la realidad a nuestro antojo; nosotros, que como marionetistas hilamos una verdad comprendida en cuatro tiempos.
El primero: La Esencia, que es más que una mirada, más que una bifurcación en las mejillas o un apretón de manos. Es más que un color en el día o una sombra en la noche. Más incluso que unos versos en una partitura o una rosa que se posa en un escritorio solitario y frío. Es la calidéz o la oscuridad en las pupilas de una sonrisa, la suavidad o la dureza en el tacto de una mirada, el intelecto o la desidia en los labios del sonido, que susurrante nos advierte de la inercia de nuestros pasos. El peso vago de un lazo invisible que nos ata de corazón a corazón.
El segundo: La Épica, los recuerdos absorbentes en cada eslabón en la cadena mesmerística. La nostalgia, el ayer, lo que se nos ha olvidado o lo que no queremos recordar; cada sonido pasado que resuena con eco en nuestros huesos recordándonos que por más que avancemos siempre habremos estado en aquél lugar del que en el fondo no queremos olvidarnos.
El tercero: El futuro, aquello a lo que queremos aspirar, nuestras metas y las huellas de aquellos a los que seguimos de cerca; lo que aprendemos o queremos aprender y las falsas esperanzas que truncan nuestros sentidos. La realidad, esa realidad que nos hace avanzar por una senda de escarcha mientras nos vendamos los ojos para creer que son rosas lo que pisamos. Un camino espinado, helado, tras el que creemos ver un Edén lleno de sueños.
El cuarto: Las luces, que atenúan u oscurecen nuestra realidad, la que hemos llegado a crear con los tres pasos anteriores. Es el momento de la paranoia, el despiste, la falsa apariencia que nos lleva a una verdad irremediable. Es el caos de lo que vemos y no creemos, o lo que creemos sin llegar a ver...
La vida, el teatro, nuestro camino.
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