Él no era nada de lo que pretendía o quería ser pero sin embargo y a pesar de todos los años que habían pasado lo seguía intentando. Él quería ser y vivir, a pesar de que en esos días vivir no significaba vivir, sino morir en vida. Estaba seguro de lo que hacía y creía por completo en sus ideas.
Un día bajó los escalones que llevaban de su casa al parque. Hacía un día espléndido y las nubes y el sol formaban una especie de canción desenfrenada con sus movimientos. La brisa, como un manto, lo envolvió hasta llevarlo cerca de la fuente que decoraba el centro de aquél lugar.
Recordó con nostalgia los días en los que solía jugar tras la casetilla que decoraba una de las zonas del lugar al escondite con sus compañeros, o las veces en las que se quedaba sentado en una de las varandillas que rodeaban el césped. Aquellos días en los que era feliz sin más.
Recordó también el paso del tiempo, y cómo cambiaba todo sin quererlo, sin desearlo.
Entonces se sentó en un banco de acero que había cerca para mirar de nuevo al cielo. Aquél cielo que nunca cambiaba, que siempre permanecía sobre su cabeza, a veces más sobrio, a veces menos luminoso, a veces con brizna y otras lluvioso, pero en cualquier caso, siempre el mismo cielo.
Él quería ser como los pájaros que sobrevolaban el cielo, como la gata que cuida de sus crías y busca alimento para verlas crecer, como los naranjos que dan flor. Él era poeta, pero no hacía poesía.
Contaba con numerosos amigos y ninguno que pretendiera conocerle y entenderle, pero a fin de cuentas toda su vida había sido así.
Aquella vez llevaba una maleta en su mano derecha. Ese día sería el último que vería llover con alegría sobre aquel suelo de piedra, la última vez que vería crecer el azahar en los naranjos.
Sonrió al pensar en ello y se levantó del banco. Miró en derredor y se encaminó hasta el taxi que le estaba esperando. El conductor descendió del auto y lo ayudó a introducir el equipaje en el maletero. Después montó en el asiento del copiloto mientras el taxista hacía lo mismo.
Antes de arrancar echó un último vistazo a su casa, donde ya no había nadie que le esperase. Aquella casa donde había vivido tantos momentos, buenos y no tan buenos, donde había maldecido su vida y se había venido abajo tantas veces, y en cambio, aquella donde también había crecido su valor para enfrentarse al miedo y continuar con sus ideas.
Ese día las calles parecían más desiertas de lo habitual, lo que sin duda increpaba a la nostalgia. En unos minutos llegaron al aeropuerto, pues no vivía muy lejos. No había nadie esperándole para despedirse, pero eso era algo que ya sabía de antemano. Cruzó las puertas tras pagar al conductor y se dirigió hacia la taquilla. Su vuelo se había retrasado.
Se sentó en uno de aquellos incómodos asientos y sonrió con cierta amargura. A pesar de todo, las cosas seguían igual. Normalmente poseía una suerte innata para algunas cosas, y sin embargo era un fracasado para otras. En especial, si en estas otras no podía hacer nada.
Toda su vida cruzó por delante. Deseaba que allí hubiera alguien para escucharle, pero sabía que no iba a pasar por más que lo pensara. Nadie iba a ir a despedirse o desearle suerte.
Era otra de esas estúpidas y arriesgadas ideas. Se marchaba para buscar un futuro estable, o quizá para mejorar y que un golpe de suerte lo arrastrara al éxito. Confiaba en ello, pero sabía que quizá tendría que volver con las manos vacías como muchas veces le habían advertido familiares y compañeros.
Entonces sonaron los altavoces... Era la hora.
1 Corazonadas:
Me identifico con esto.
Conociéndonos, creo que no hay nada más que añadir.
(L)+++++++++++++++++++++++++++
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